

En un nuevo aniversario de su nacimiento, Diego Armando Maradona vuelve a convocar una pregunta que no se agota en lo deportivo: ¿qué representó —y qué sigue representando— para los de abajo un futbolista que hizo de su talento un altavoz social?
La frase de Eduardo Galeano, "el más humano de los dioses," describe al Diego como una figura admirada no solo por su habilidad futbolística, sino también por sus defectos humanos y errores. Galeano lo veía como un "dios sucio," pecador y virtuoso, lo que explica la veneración universal que provocó, al ser un espejo de las flaquezas de la gente.
Diego nació en un país que ya sabía lo que era pelearla y que, cuando él apareció, encontró en su zurda una forma de respuesta. Antes que el mito, hubo un pibe de Fiorito que aprendió a gambetear charcos y carencias. Después llegó la camiseta 10, el ‘86, la obra maestra contra Inglaterra, la Mano de Dios y Nápoles convertido en capital del mundo. Pero lo decisivo no fue solo lo que hizo con la pelota, sino lo que hizo con el poder: señalarlo, desafiarlo, burlarlo, incomodarlo. Diego no jugaba para gustarles a los de arriba; jugaba para vengar, aunque fuera por 90 minutos, a los que nunca son invitados a la mesa.
Por eso su figura excede el archivo de goles. Maradona encarnó una representación social que rara vez alcanza un deportista. En su cuerpo —que se caía y se levantaba, que desafiaba y se arrepentía— confluyeron las contradicciones de millones. Fue héroe y fue humano. Fue campeón y fue adicto. Fue ídolo global y vecino barrial. Se tatuó a los suyos —Che, Fidel, los pibes del potrero— y se bancó las consecuencias. No pidió permiso para hablar de política, pobreza o dignidad; convirtió la entrevista pospartido en tribuna y recordó que el micrófono también puede ser un arma contra la hipocresía.
Su “representación” no fue una estrategia de marketing, fue una praxis: abrazó al hincha anónimo, elevó a Nápoles —esa ciudad del sur despreciada por el norte— y le prestó su gloria a una identidad históricamente subalterna. Cada vez que Diego clavaba un tiro libre, el barrio entero sentía que la vida podía, por una vez, ser justa. Y cuando se trompezaba, el barrio entendía que no hay victoria sin la sombra de la caída. Esa pedagogía de la alegría y del límite es parte de su legado: la épica no cancela la fragilidad; la épica es, justamente, hacer algo hermoso pese a la fragilidad.
Se ha dicho que Maradona “politizó” el fútbol. La verdad es más áspera: el fútbol ya estaba politizado; él solo se negó a fingir lo contrario. En un sistema que pide neutralidad para proteger privilegios, Diego eligió bando. No fue un teórico ni un santo: fue un jugador que sabía que su voz pesaba y la usó para hablar de salarios, de soberanía, de injusticia, de memoria. En un continente acostumbrado a exportar materia prima y talento barato, él demostró que un pibe sudamericano podía plantarse ante Europa con la pelota atada al botín… y con las convicciones tatuadas.
Esa mezcla irrepetible —genio técnico, carisma plebeyo, insumisión política— explica su vigencia. No se trata de canonizarlo: “el más humano de los dioses” es una fórmula exacta porque admite la grieta íntima que nos constituye. Diego hizo cosas que celebramos y otras que duelen; lo honesto es mirarlo entero. La santificación edulcora; la cancelación empobrece. Lo que enseña Maradona es otra cosa: que la cultura popular es un territorio de disputa y que los símbolos no se regalan.
Cada aniversario reabre, además, una conversación sobre el país. Porque hablar de Diego es hablar de infancia y de Estado; de potreros que desaparecen y de clubes que todavía salvan vidas; de escuelas deportivas que deberían ser política pública y no milagro; de derechos que no pueden depender de que nazca otro elegido. El fútbol, sin políticas que lo abracen, se vuelve mercancía; con políticas que lo dignifiquen, puede ser un bien común: educación física, contención, salud mental, comunidad. Maradona, al transgredir la frontera entre deporte y sociedad, nos obliga a discutir en serio qué hacemos con esa fábrica de sentido.
Hay también un asunto de lenguaje. La zurda de Diego fue un idioma capaz de traducir el resentimiento en belleza, la bronca en júbilo, la humillación en dignidad. Cuando gambeteó ingleses, no solo ganó Argentina: ganaron los que alguna vez sintieron que los trataban de “sudacas” en su propio trabajo, en su propia ciudad. Cuando levantó Nápoles, no solo festejó un club: festejaron los históricamente señalados por pobres, inmigrantes, del sur. Ese es el raro privilegio de los símbolos populares: sintetizar la experiencia de muchos en un gesto que no cabe en un trofeo.
¿Por qué vuelve, entonces, cada 30 de octubre? Porque su memoria es más que nostalgia. En tiempos de cinismo elegante, Maradona recuerda que la pasión todavía puede ser un proyecto colectivo; que la belleza, cuando es verdadera, no pide disculpas; que el talento, lejos de anestesiar, puede despertar a un pueblo. Y porque su costado oscuro —que no hay que ocultar— nos recuerda que nadie se salva solo. Si de algo sirve el mito, es para devolvernos a la realidad con más preguntas: ¿qué hacemos hoy para que ningún changuito dependa de la lotería genética para escapar de la violencia y la exclusión? ¿Qué hacemos para que el deporte vuelva a ser una puerta de entrada a la comunidad y no solo una vidriera?
En el aniversario de su nacimiento, conviene no pedirle a Diego lo que nunca prometió: pureza. Mejor pedirle lo que sí nos regaló: coraje para interpelar al poder, ternura para reconocer a los nuestros, y esa obstinación terca de gambetear hasta que el arco aparezca. Si el fútbol es, a veces, una patria portátil, Maradona fue su constitución provisoria: un artículo primero que dice que la alegría es un derecho y una obligación. Y un artículo final que nos deja tarea: que el próximo gol no sea solo un recuerdo, sino una política.
 
 
 


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