
Milei, ACIERA y la política del púlpito: fe, poder y una alianza que busca gobernabilidad
Política04/11/2025 Día de las Iglesias Evangélicas
La escena en Casa Rosada por el Día de las Iglesias Evangélicas no fue sólo un gesto simbólico: fue un movimiento político de alto voltaje. Con ACIERA como interlocutor nacional y antecedentes potentes en Salta —del rebautismo de Alfredo Olmedo en 2017 al acto accidentado de 2018—, el Gobierno explora en los templos un músculo social que crece (15,3% de la población según CONICET, 2019) y que puede traducirse en disciplina, contención y votos. Entre el “orden moral” y el “renacer espiritual”, la pregunta es si la fe se vuelve coartada de una agenda liberal que recorta derechos.
La postal fue nítida: Javier Milei encabezó en la sede del Ejecutivo un acto por el Día de las Iglesias Evangélicas, rodeado de referentes de ACIERA y pastores de todo el país. Por primera vez, la Casa Rosada se convirtió en altar político de una alianza que huele a pacto de gobernabilidad. Se rezó “por la Nación, las autoridades y la unidad del pueblo argentino”, y el Presidente agradeció “bendiciones” y “valores compartidos”. Hasta aquí, lo espiritual. Pero la política no es ingenua: en medio del ajuste, la caída de ingresos y la conflictividad en la calle, el oficialismo entiende que los templos ofrecen lo que la coyuntura le niega —arraigo territorial, liderazgo comunitario, vocerías moderadoras— y se acerca a ese entramado con pragmatismo quirúrgico.
ACIERA no es una sigla suelta; es capilaridad. Su red toca barrios, comedores, centros de asistencia y radios locales. En Salta, la Iglesia “Jesús es el Centro”, conducida por los comunicadores Emilia Acevedo y Carlos Vidal González, dejó huella cuando rebautizó a Alfredo Olmedo en mayo de 2017, entonces diputado nacional y hoy referente de LLA. Un año después, en noviembre de 2018, otro acto de bendición terminó con el escenario desplomado ante decenas de fieles: anécdota menor, pero síntoma mayor del lugar que ocupan estos espacios como plataformas de consagración simbólica. Los templos ordenan, legitiman y proyectan: son la escena donde dirigentes emergentes consiguen identidad, relato y tropa.

La fe como instrumento político no es novedad, pero sí es novedoso su escala. El CONICET estimó en 2019 que el 15,3% de la población se identifica con el evangelismo, más de 7 millones de personas, contra el 9% de 2008: un salto del 70% en once años, motorizado por jóvenes y sectores populares. Justo ahí mira el Gobierno: en la frontera social donde se define el humor público y la tolerancia al ajuste. Si el Estado adelgaza, el pastor acompaña; si la calle se calienta, el culto ofrece pertenencia; si la política tradicional no llega, llega el ministerio local con su red de cuidados. El costo es sutil pero real: la deliberación democrática se desplaza del ágora al púlpito.
Aquí aparece la arista incómoda: la utilidad de esta religión como palanca de avance para políticas de derecha. No por la fe en sí —que merece respeto—, sino por su articulación con una agenda económico-cultural que reconfigura derechos y sentidos comunes. La prédica del “orden”, la “familia” y el “mérito” calza con el recetario liberal: disciplina fiscal, retiro del Estado en lo social, privatización de riesgos, moralización de la pobreza. Desde el púlpito se legitiman conductas (obediencia, sacrificio, abstinencia) que funcionan como gramática emocional del ajuste: se convierte la penuria en virtud y el recorte en prueba de carácter. ¿Resultado? Menos resistencia a la pérdida de derechos, más aceptación de jerarquías “naturales”, mayor estigmatización de agendas de género, diversidad y educación sexual. La fe cura heridas; la política aprovecha la anestesia.
¿Traduce esto estabilidad? Puede. Pero también tensiona la laicidad, abre la puerta a injerencias confesionales en políticas públicas sensibles y erosiona la igualdad de ciudadanía cuando la pertenencia religiosa se vuelve llave de acceso al Estado. El Gobierno juega a dos puntas: predica libertad de elección y, al mismo tiempo, terceriza funciones sociales en organizaciones que no rinden cuentas como un organismo público ni deliberan como un parlamento. La Iglesia gana reconocimiento; el Ejecutivo gana contención; la sociedad pierde espacios de discusión plural.
Queda una advertencia para Salta y el país: cuando la legitimidad democrática se busca en los templos y no en los resultados de gestión, el “renacer espiritual” puede terminar siendo un sustituto de la política. Gobernar no es rezar bien ni construir una estética del orden; es ampliar derechos, garantizar servicios y responder a los que menos tienen. Si el acto en Casa Rosada inaugura una colaboración respetuosa y transparente, bienvenida sea. Si, en cambio, normaliza que la moral religiosa opere como argumento para ajustar, restringir y disciplinar, estaremos frente a un viejo truco con ropaje nuevo: fe para la épica, tijera para la vida real.




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