
La historia de Roberto y el vacío del Estado cuando la discapacidad toca la puerta de la vivienda
General17/10/2025 “Vivir donde se pueda”
El periodista deportivo y profesor de inglés Roberto Gramajo lleva dos años de mudanzas forzadas, noches a la intemperie y papeles sin respuesta. Su caso desnuda un punto ciego: cuando hay discapacidad y crisis conductuales, el mercado no alquila y el Estado no llega con soluciones reales. Pide lo obvio: un techo estable y acompañamiento para su hijo, antes de que los padres envejezcan… y él, quede en la calle.
Ya pasaron dos años desde el desalojo en el departamento de Barrio Casino. No fue por deudas ni por caprichos: fue porque las crisis de su hijo “interferían con la paz del consorcio”. De la noche a la mañana, la familia terminó amontonada en la casa de los suegros. Después apareció un respiro en barrio Intersindical, gracias a un amigo que confió, pero las crisis continuaron, las denuncias vecinales trajeron patrulleros como rutina y el contrato se rescindió.
Hubo días en el Parque San Martín —valijas, mochilas, miradas— hasta que el abuelo de los chicos ofreció su lugar por un tiempo. En el teléfono, un mensaje que hoy suena a burla piadosa: “Quedate tranquilo. Confiá en mí”. Roberto aún guarda ese audio.
Entonces empezó otro vía crucis: reuniones y más reuniones en el IPV, actualización de carpeta, certificado de discapacidad, fallo de juez, constancias de que nadie en la familia tiene propiedad, recibos de sueldo, sellos, ventanillas, esperas. Resultado: “Seguimos viviendo donde podemos”, escribe. Su frase central condensa la trampa: “No es económico, es convivencia”. Cuando hay discapacidad y además problemas de salud mental, el mercado inmobiliario te niega la puerta por los “antecedentes” y el Estado, que debería equilibrar la cancha, se pierde en la formalidad de los requisitos. Ni los consorcios ni los propietarios están preparados para la diferencia, y la primera respuesta ante una crisis sigue siendo la policía, como si el conflicto habitacional pudiera resolverse con sirenas.
La historia de Roberto no busca privilegios: exige que el derecho a la vivienda deje de ser un eslogan. Un techo estable y adecuado —no colectivo, con mínimos ajustes de aislamiento y acompañamiento comunitario— puede ser la diferencia entre una vida posible y la intemperie perpetua. Hace falta un Estado que ponga el cuerpo donde el mercado no llega: alquiler social con aval público, mediación con consorcios para evitar expulsiones, pequeñas viviendas con apoyos domiciliarios, protocolos para crisis que no criminalicen la discapacidad, y una ventanilla única que no haga de cada trámite un laberinto sin salida. Porque el tiempo no es neutro: los padres envejecen. “En cualquier momento nos vamos —dice Roberto— y entonces mi hijo queda literalmente en la calle”. Esa frase debería ser un llamado de emergencia. Un techo no es un premio: es el primer peldaño de un proyecto de vida. Sin ese primer peldaño, todo lo demás —escuela, terapias, trabajo, comunidad— se desmorona. Con él, en cambio, empieza algo parecido a la tranquilidad: el derecho más simple y más negado, el de poder vivir sin pedir permiso donde hoy apenas se sobrevive.
La realidad que atraviesa Gramajo junto a su familia es una de las muchísimas que se replican en toda la provincia, solo que el profesor y periodista tiene la oportunidad de alzar su voz y representar, de alguna manera, la desesperación de muchos padres y madres salteños.
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