
Un juicio que desnuda el corazón podrido del sistema penitenciario
General12/08/2025 Juicio a la red narcocriminal carcelaria
En Villa Las Rosas, la frontera entre autoridad y delito se diluye: la cárcel dejó de ser un lugar de castigo para convertirse en una oficina satélite del crimen organizado, con la complicidad —por acción u omisión— de quienes deberían custodiarla.
La séptima jornada del juicio por la red narcocriminal que operaba desde la Unidad Carcelaria 1 de Villa Las Rosas dejó una escena que, por sí sola, retrata el grado de descomposición institucional que se investiga: el subdirector del penal, Marcelo Romero, detenido en plena declaración por posible incumplimiento de sus deberes de funcionario público y liberado minutos después, seguirá bajo la lupa de la Fiscalía.
No se trata de un testigo cualquiera. Romero preside el Consejo Correccional, el organismo que decide sobre beneficios para internos. Es decir, tiene en sus manos el filtro que define cuándo un preso puede salir antes o gozar de salidas transitorias. Y sin embargo, en su declaración, relativizó la peligrosidad de elementos punzo-cortantes hallados en un escritorio del penal (“punzones chicos” para sacar punta a los lápices, dijo) y sostuvo que no se trata de elementos prohibidos. Una definición que, en cualquier otro contexto, podría sonar ingenua, pero que en una cárcel atraviesa el límite de lo inaceptable.
La postal es incómoda: un alto funcionario penitenciario minimizando la presencia de armas caseras, sin explicar por qué estaban allí ni quién las usaba, y reconociendo que nunca preguntó cómo llegaron. Al mismo tiempo, admite que el consumo de drogas en el penal creció y que ingresan cientos de dosis por “voleo” o a través de visitas, pero plantea una especie de resignación operativa, como si la institución hubiera aceptado que no puede —o no quiere— frenar el narcotráfico intramuros.
La trampa de la “normalización”
El problema de fondo es la cultura de la normalización: cuando la irregularidad se vuelve rutina, los responsables directos ya no la perciben como tal. Si un subdirector considera que una “punta” no es peligrosa porque no alcanza un metro, el límite de tolerancia institucional está roto. Y si, como señaló el testimonio de un interno, existen represalias contra quienes denuncian al personal, la ecuación se completa: silencio adentro, impunidad afuera.
El contraste es brutal: mientras se investiga una red que involucra a guardias, jefes de pabellón e intermediarios externos, el organismo encargado de evaluar la conducta de los internos —y por ende de proteger a la sociedad— exhibe grietas estructurales que favorecen la reproducción del delito.
Responsabilidad política y penitenciaria
No es suficiente con apuntar a individuos aislados. Este juicio está mostrando que la corrupción penitenciaria no es la excepción, sino una pieza central en el engranaje del narcotráfico carcelario. Si los responsables de controlar son, al mismo tiempo, sospechados de facilitar, encubrir o minimizar el delito, la pregunta es inevitable: ¿quién custodia a los custodios?
El caso Romero debería ser una señal de alerta para el Poder Ejecutivo provincial y para toda la estructura penitenciaria. No alcanza con reemplazar nombres o con aplicar sanciones puntuales. Se trata de reformar la lógica con la que se gestiona la seguridad en los penales, desde el control de ingresos hasta la evaluación de beneficios.
El juicio a esta red narcocriminal está revelando lo que la sociedad sospechaba: que la frontera entre cárcel y calle, entre autoridad y delito, puede ser mucho más difusa de lo que estamos dispuestos a aceptar. Y que, mientras esa frontera siga en manos de quienes la borran con excusas técnicas, la verdadera condena no será para los imputados, sino para un sistema penitenciario que ha perdido el rumbo.


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