El Reino como espejo incómodo: cuando la ficción evangélica dejó de ser exageración

General15/12/2025
cd salta (17)

Cuando Netflix estrenó El Reino, muchos la leyeron como una exageración: una distopía criolla donde un pastor evangélico se convertía, casi de la noche a la mañana, en candidato presidencial. Había crimen, manipulación, marketing de la fe y poder en estado puro. Parecía ficción cargada, provocadora, pensada para incomodar más que para anticipar.

Hoy, con el nombre de Dante Gebel circulando en encuestas, con consultoras midiéndolo “porque está en conversación” y con el evangelismo ensayando un rol político cada vez más explícito, El Reino dejó de parecer exagerada. Empezó a parecer prematura. La serie no hablaba de un pastor puntual. Hablaba de un mecanismo.

La lógica de El Reino: fe como atajo al poder

El corazón de El Reino no era el milagro ni la Biblia, sino la traducción de la fe en capital político. La fórmula era clara y peligrosamente eficaz: una comunidad organizada; un liderazgo carismático; una narrativa moral simple; un sistema político desprestigiado y una campaña que reemplaza programa por fe.

En la serie, el pastor no gana porque tenga mejores ideas, sino porque encarna una promesa de orden en un país desbordado. Exactamente el clima que hoy atraviesa a la Argentina real.

De Emilio Vázquez Pena a PresiDante

El paralelismo no es lineal, pero es evidente. El Reino mostró cómo el evangelismo podía convertirse en marca electoral, cómo el púlpito podía funcionar como bunker de campaña y cómo la moral religiosa podía blindar liderazgos frente a críticas políticas.

Dante Gebel, con su estética amigable, humor y tono pastoral, está en otro registro. No hay oscuridad ni conspiración. Pero la matriz es la misma: carisma, masividad, identidad compartida y una comunidad que cree antes de votar.

La diferencia es clave y, a la vez, inquietante: en la realidad no hace falta una tragedia ni una conspiración para que el proceso avance. Alcanza con el desgaste del sistema y la demanda de certezas.

La Iglesia Católica en El Reino… y en la vida real

En la serie, la Iglesia Católica aparece desdibujada, desplazada, mirando desde afuera cómo otro actor religioso toma el centro de la escena. No pelea. Observa. Negocia en silencio.

El paralelismo con la Argentina actual es incómodo. Mientras el evangelismo avanza con lenguaje político directo, la Iglesia Católica queda en segundo plano, aferrada a su rol institucional, consciente de que confrontar podría acelerar su pérdida de centralidad.

El Reino entendió algo antes que muchos analistas: la disputa no es entre fe y política, sino entre religiones por la traducción política de la fe.

La advertencia que dejó la ficción

La serie no advertía sobre creyentes. Advertía sobre la confusión deliberada entre verdad religiosa y legitimidad democrática. Cuando un líder se presenta como elegido, ungido o portador de una verdad superior, el debate político se vuelve casi imposible. Disentir deja de ser una diferencia de ideas y pasa a ser una falta moral.

Eso es lo que El Reino mostraba con crudeza: una política sin deliberación, blindada por fe, donde el marketing espiritual reemplaza al contrato democrático.

¿Ficción o ensayo general?

La pregunta ya no es si El Reino exageró. La pregunta es si funcionó como ensayo cultural, preparando el terreno para aceptar lo que antes parecía impensable. Cuando la realidad empieza a copiar a la ficción, suele ser porque el malestar ya estaba ahí.

El 1,8% de Gebel no es un Emilio Vázquez Pena. Pero el mecanismo que lo vuelve medible es el mismo que la serie puso en escena: la fe como atajo en un sistema político en crisis.

El Reino no fue una profecía. Fue un diagnóstico adelantado. Mostró lo que ocurre cuando la política pierde autoridad y la religión decide ocupar ese espacio sin pedir permiso.

Hoy, la Argentina empieza a recorrer ese terreno con menos sorpresa y más naturalidad. Y ahí está el verdadero riesgo: que cuando la fe entra por la puerta grande de la política, la democracia salga en silencio por la de atrás, sin que nadie se anime a decir que la ficción ya dejó de ser ficción.

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