Ser y Estar

Por Inés López Barros

Cuando era muy niña, durante mis primeros años escolares, asistí a un colegio tradicional de mujeres. Sin mencionar su nombre, ya que "en un pueblo pequeño todo se sabe", no guardo buenos recuerdos de aquellos años. El colegio en sí no era feo, de hecho, me gustaba mucho la capilla y el tiempo que pasaba allí. Las monjas eran como ángeles dulces que caminaban por los pasillos y realmente me agradaban. Su presencia me proporcionaba una sensación de comodidad; me gustaba verlas y estar con ellas.

Creo que el problema radicaba más en el estilo de enseñanza y en el modelo de educación que las maestras seguían. Era un único modelo y si no encajabas en él, eras considerada un error. Para ser sincera, siempre fui una persona peculiar y no encajaba fácilmente en todas partes, especialmente en lugares y con personas que no estaban dispuestas a aceptar la diferencia. Además de ser un "bicho raro", también me encanta lo diferente: hacer las cosas de forma distinta, la gente que se atreve a ser diferente y los lugares donde se abre la posibilidad de ser único. Aquellas personas que no se estresan, enfadan ni ofenden debido a la diferencia, sino que fluyen libremente.

Recientemente, he estado mirando hacia mi pasado, mi infancia. Entre los hermosos recuerdos con mis abuelos, también aparecen situaciones que dejaron su huella. Aunque en un principio podríamos pensar que fueron negativas, a la larga resultaron ser positivas, ya que todo es una lección. Si somos capaces de reconocerlo, las malas experiencias nos sirven como una bandera roja que nos permite ver con mayor claridad lo que ya sabemos cómo va y a qué viene.

Ese colegio no era para mí, o yo no era para ese colegio. Pero las cosas cambiaron enormemente a mi favor cuando, en quinto grado, mi madre me cambió a un colegio mixto del barrio. Fue como si hubieran encendido un interruptor en mí, pasé de estar apagada a sentir que mi vida se encendía. Para mi mundo de aquellos pocos años que atravesaba en aquel entonces, todo adquirió el color y la forma que yo podía entender y disfrutar. Cada mañana, me sentía feliz al despertar y saber que iba al colegio. Solo eso ya fue una gran diferencia.

Estos recuerdos no hacen más que respaldar la frase que dice: "Antes de diagnosticarte con depresión o baja autoestima, fíjate si no estás rodeado de idiotas". No es mi intención ofender a nadie al mencionar esta frase, pero el entorno tiene mucho que ver, al igual que la afirmación de que "si juzgas a un pez por su habilidad para escalar un árbol, vivirá su vida creyendo que es inútil". Cada persona tiene sus habilidades y particularidades. Solo hay que encontrar el lugar adecuado para uno mismo, ya que esto está estrechamente relacionado con la tranquilidad, la felicidad y la capacidad de ser auténtico y disfrutar el camino.

Hace unos días, vi una antigua entrevista al poeta, dramaturgo y escritor español Antonio Gala, en la que le preguntaron qué es la felicidad, a lo que respondió que para él la felicidad no es algo imprescindible, más bien es como el amor, llega cuando tiene que llegar. Sin embargo, lo que sí considera imprescindible es la serenidad, y esto que nos cuenta Antonio Gala sobre la serenidad tiene mucho que ver con lo que he estado hablando en este texto. Él dice: "sentirse como una pequeña tesela de un gran mosaico, imprescindible, difusa... pero en su sitio". Aunque seamos insignificantes en este vasto universo, estamos en nuestro lugar. 

Es un estado en el que te sientes en equilibrio con tu entorno, alineado con tus propósitos y en sintonía con tus sueños. Cuando estás en tu sitio, experimentas una profunda satisfacción y plenitud, porque has encontrado tu espacio en el vasto mosaico de la existencia, donde cada tesela tiene su importancia y contribuye a la belleza del todo.